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12 mar 2009

Jose Jimenez Lozano, premio Cervantes

Por san Antón, que está en la mitad de enero, se ha sentido siempre la alegría de haber comenzado a bajar la famosa cuesta económica del mes, que incluso en tiempos normales, y no de crisis, pareció siempre difícil subir. Y había fiestas como para ayudar. San Antón fue un antiquísimo ermitaño que fascinó extraordinariamente a la última edad media, empeñada en ver lo demoníaco en animales de pesadilla y terror, construidos por la imaginación sobre el fiero o repugnante aspecto de algunas bestias o gusarapos y removillas de la realidad. Pero, en esa misma edad media, Francisco de Asís, ya había convencido a un lobo de que debía cambiar su dieta y dejar en paz a los rebaños de ovejas, y hablaba con los pájaros parece que de manera más sencilla y eficaz que con los humanos. Y el caso es que las gentes acabaron por tomar también a San Antón como alguien que a los animales mostraba querencia y especiales cuidados; de manera que, entonces, por su fiesta, se comenzó a echar una mirada y a prestar atención especial a los animales domésticos. Y cierto es que hasta ayer mismo han pervivido en el campo costumbres bárbaras de descabezamiento de gallos o despeñamiento de otros dulces animales, pero eran actos bárbaros que siempre deshonraron toda humanidad, y, entre quienes conservaron la fiesta de los animales domésticos fue otra cosa bien civilizada. Como que en esta fiesta de San Antón quedaban asociadas a los animales las puntas del alma de muchos seres humanos para quienes su gato o su perro son las únicas compañías de su vida, o el asno y el cerdo todo su sostén material. La verdadera hecatombe de ganado de hace unos cuantos años, decidida por el mero ejercicio del burocratismo que se lavaba así las manos de sus propias responsabilidades, ofrece verdaderas y terribles imágenes demasiado vecinas del horrible voluntarismo totalitario que decidió igualmente la liquidación de millones de hombres y está ya tan olvidado y condonado. Pero por lo menos debe quedar claro que la civilizada es la imagen del que cuida sus animales y los hace bendecir, y no la de quienes -técnicos y burócratas- decidieron «contra naturam» y todo buen sentido hacer a los animales comer cadáveres, para que fueran más productivos, y así, de modo similar, diseñan, sobre ese mismo esquema de productividad, la otra granja humana. No había granjas tecno-científicas ni de animales ni de hombres en los tiempos pasados, y, aunque en ellos tampoco era idílico el mundo, que nunca lo ha sido; al menos, al matadero se le llamaba matadero, tanto al de animales como al de hombres. Y no se les quitaba a aquéllos la alegría de vivir, de la que hablaba el «starets» Zósima de Dostoievski, porque también eran la alegría de los hombres. Y no para otra cosa que para rodear de la alegría el vivir de las gentes estaban las fiestas, y tras San Antón, febrero entraba luego con una fiesta de luces, y en muchas partes también con la ofrenda de esos animales domésticos, o de sus productos. Llevaba el nombre de «La Candelaria», y en el mundo cristiano sustituyó a la antigua fiesta pagana de la «Amburbale», y se celebraba con luces y vestiduras blancas; y a propósito de la fiesta de ella, se originaron también algunas costumbres como la preparación de unos dulces, que llevaban el nombre de las hojas leves de los árboles o de los libros, «las hojuelas»; un manjar muy delicado, casi dulzura y aire solamente. Quizás sólo los azucarillos eran más leves que las hojuelas, y tan delicados como «la civilidad», que se deshace muy fácilmente. En otro tiempo, los azucarillos estuvieron muy unidos al parlamentarismo español, y precisamente con su desuso parece que huyeron del Parlamento el empaque dialéctico, la agudeza, el «fair play», y la ironía, y transformada quedó la política para todo el mundo. De una amable levedad de azucarillo pasó a una carísima farsa, nada civilizada y peligrosa.

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